(publicado originalmente en el libro del 30 aniversario del International Women's Forum en 2022, con ediciones menores en este blog)
Era primavera de 1993, yo trabajaba todo el día y mi mamá me ayudaba con el cuidado de mi hija de once meses. Todas las mañanas, su papá y yo la llevábamos con ella de camino al trabajo regresábamos a comer a casa. Después, yo volvía a trabajar y su papá esperaba a que mi mamá trajera a nuestra hija. Yo adoraba mi incipiente carrera académica de tiempo casi-completo (completo en tiempo dedicado, paga de medio tiempo); su papá tenía un puesto directivo y podía quedarse las tardes en casa. Mi mamá, a sus cuarenta y seis años, tenía energía y amor de sobra para cuidar a su única nieta; teníamos el arreglo perfecto.
Un día llegué más tarde de lo acostumbrado y me perdí el ritual del baño y la cena, pero eso no fue lo peor. Al entrar a la casa, su papá me recibió con la noticia que todas las madres (en especial las primerizas) anhelamos escuchar: “Karlita dio sus primeros pasos”, y remató, “te los perdiste”. Subí corriendo a la recámara de mi hija, esperando que estuviera despierta para compensar de alguna forma mi ausencia. Estaba dormida en su cuna. Karlita se acababa de dormir, pues la videocasetera seguía reproduciendo La Bella y la Bestia, su película favorita. Lloré como la Magdalena durante un buen rato, mientras veía bailar a las tazas, los platos… me sentía la peor madre del mundo por haberme perdido uno de los hitos más importantes en la vida: los primeros pasos de la primera hija. La película terminó, yo estaba más tranquila. Entonces, apagué la tele y me asomé una vez más a la cuna a ver a mi bebita para darle las buenas noches. Reinició el drama: ya sin la distracción de la televisión me puse a pensar en lo “mala madre” que era y me cayó el veinte. Me di cuenta de que yo tenía dos opciones: a) seguir trabajando y llorando por cada hito en la vida de mi hija que me perdería de ahora en adelante o b) dejar de trabajar y dedicarme a cuidar a mi hija todo el día. Ninguna opción me pareció aceptable, empecé a entrar en crisis de nuevo y ¡zas!, me cayó otro veinte. Tenía una tercera alternativa: c) seguir trabajando, aceptar que me perdería de muchas primeras, segundas y terceras veces, y desarrollar una relación con mi hija más amplia y profunda, sin dramas, desde una decisión consciente y plena.
Elegí ser completa y seguir mi vocación, en ese instante entendí que las voces de las mujeres que me precedían y me sucedían me aconsejaban, sabiamente, que no se puede amar a otra, si no nos amamos a nosotras mismas. Acepté que los balances no existen y que se puede todo, pero no al mismo tiempo. Entendí y gocé mi herencia. Soy heredera de cuatro mujeres extraordinarias con las que comparto genes y circunstancia: Dolores, Graciela, Katia Alejandra y Karla Fernanda. Sus historias son mi historia y, como todas las grandes historias de amor, son infinitas y eternas.
Dolores es una mujer fuerte, brillante, estricta e incansable. Firme matriarca de propias y extrañas, toma en sus manos las riendas y el destino de quienes pertenecemos a su clan familiar. Soy su nieta consentida y siempre se aseguró de proclamarlo a los cuatro vientos. Ella me vio por última vez en febrero de 1980, cuando la visité en el hospital. Yo la veo cuando quiero; sus lecciones, su amor infinito y su carácter viven en mí e impregnan todo. “Ya descansaré el día que me muera”, la escucho decir con ánimo inquebrantable; y si morir es dejar de existir, sé bien que Dolores no descansa, ni lo hará mientras yo siga siendo.
Graciela es una mujer resiliente, inteligente, hermosa y perseverante. Heredó de Dolores el matriarcado, que hizo suyo con un estilo más suave, pero no menos firme, y así nos va pastoreando. Pocas mujeres han perdido tanto como ella, aún menos han aprendido y amado tanto. Siempre aspirando a la perfección, puntual, exigente, amorosa y noble, es la voz que siempre me mantiene alerta, haciendo más, buscando más, encontrando más. “Te quiero mucho, mi amor”, la escucho decir con calor infinito. Cuando el mundo es horrible, sé bien que Graciela me abraza y lo transforma.
Katia Alejandra es una mujer que pudo ser todo: hermosa, brillante, generosa y poderosa. Ella nació entre el dolor del parto, el de la violencia obstetra y el de la negligencia médica. Mi hermana, Katia, vivió entre la cuna, la cama y la silla de ruedas sus veintiún años. Su sonrisa inmensa, su mirada inocente y su presencia en nuestras vidas son su legado.
Karla Fernanda es brillante, hermosa, generosa y extraordinaria. Aunque temporalmente me sucede, soy su heredera absoluta. Cuando la conocí, comprendí el éxtasis, la felicidad perfecta. Desde entonces he heredado mediante el aprendizaje su congruencia, su activismo y su sentido de la justicia. Su calidad humana y su belleza discursiva son admirables. “Mamá, mamá”, la escucho decir con amor absoluto, y todo cobra sentido. Desarrollamos una relación profunda y plena, donde la admiración y respeto por lo que hacemos y somos nos vincula y nos hermana.
Así, incansables, perseverantes, imposibles, extraordinarias y herederas somos una, atravesando tiempos y distancias, existiendo juntas y disjuntas. Y lo mejor: estas cinco que somos, somos sólo el principio, somos cinco y somos más.