publicado el 25 de septiembre de 2014, en la columna "Con peras y manzanas" del Diario de Morelos
Desde niños, todos conocemos la importancia de proteger información. Tengo muy presentes los regaños de mi madre por secretearme con mis primas, recordándome que eso era “de mala educación”. Entonces aprendí que, si había información que quisiera compartir selectivamente, había formas. Esto es, no debía públicamente susurrar al oído de las personas, debía encontrar el lugar apropiado para difundir la información. No era de mala educación tener secretos, era de mala educación evidenciar mi falta de confianza con el resto de la gente a la que no le “secreteaba”.
Desde niños, todos conocemos la importancia de proteger información. Tengo muy presentes los regaños de mi madre por secretearme con mis primas, recordándome que eso era “de mala educación”. Entonces aprendí que, si había información que quisiera compartir selectivamente, había formas. Esto es, no debía públicamente susurrar al oído de las personas, debía encontrar el lugar apropiado para difundir la información. No era de mala educación tener secretos, era de mala educación evidenciar mi falta de confianza con el resto de la gente a la que no le “secreteaba”.
Mis años en la primaria y secundaria me enseñaron aún más
sobre la cultura del secreto. Si le iba a confiar a una amiga que niño me
gustaba, tenía que decirle “no le vayas a decir”, para asegurar mi confidencia.
Días después aprendí que debía ser más específica con mi clausula de secrecía,
con un “no le digas a nadie que…”. Sin embargo, todos hemos aprendido que
incluir una nota de confidencialidad a la información, no necesariamente la
protege; pero sí nos da elementos para actuar en consecuencia. En la infancia
un “córtalas, córtalas, ya no soy tu amiga” era la consecuencia obligada de una
fuga de información, o un periodo de “ley del hielo” si la información era
menos valiosa.
En el mundo corporativo, la cultura de la protección de
información sigue básicamente esas mismas reglas. Hay que definir claramente
que información queremos proteger y qué mecanismo de protección queremos usar.
Así, podemos definir información pública o abierta, que es la que tenemos
disponible sin restricción, como la que encontramos en las páginas web de las
empresas, o en artículos científicos o de divulgación. También podemos
clasificar información para que sólo un grupo restringido de personas puedan
conocerla, como los secretos industriales. Finalmente, hay un conjunto de
conocimiento que nos importa proteger para que nuestros productos innovadores
sean reconocidos como nuestros y, aunque los conozcan o los imiten, la ventaja
comercial y legal sea de quienes los desarrollamos. Este último conjunto es el
que las patentes se encargar de proteger, pero para protegerlo hay que
explicitarlo sin lugar a dudas y compartirlo en las bases de datos de patentes.
Definir qué proteger y cómo, depende de para qué queremos
proteger. Una vez que tenemos clara la razón de la protección hay una gran
cantidad de apoyos para lograr implementar estrategias al respecto. Para
muestra, un botón: este miércoles 1º de octubre a las 16:00 horas, el Dr.
Antonio del Río dará una charla sobre “El ABC de las patentes” en la UPEMor. El
Dr. del Río escribió un libro sobre el tema, protegido ante INDAUTOR, “El Arte
de Patentar” donde además hay una guía para quienes quieren escribir patentes. Entender qué protege una patente, su
aportación al conocimiento, sus ventajas comerciales y su papel ante la
vulnerabilidad de una invención, son algunos de los temas que se compartirán en
esta charla.
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