publicado el 11 de Junio de 2015, en la columna "Con peras y manzanas" del Diario de Morelos
Un comercial que guardo con una gran sonrisa en mi memoria es el de esos dos niños discutiendo sobre quien tiene la razón en una discusión. El argumento final (y matador) es del pequeño que termina respondiendo: “pero mi mamá es más alta”. Lo gracioso del comercial es que la altura de la madre del ganador del debate es totalmente irrelevante en la cuestión que se discute. Sin embargo, la contundencia de su declaración y la veracidad de su argumento (aunque ni al caso) matan al del otro pobre niño. Tanto que, ni siquiera recuerdo de que se trataba la discusión entre ambos pequeños.
Un comercial que guardo con una gran sonrisa en mi memoria es el de esos dos niños discutiendo sobre quien tiene la razón en una discusión. El argumento final (y matador) es del pequeño que termina respondiendo: “pero mi mamá es más alta”. Lo gracioso del comercial es que la altura de la madre del ganador del debate es totalmente irrelevante en la cuestión que se discute. Sin embargo, la contundencia de su declaración y la veracidad de su argumento (aunque ni al caso) matan al del otro pobre niño. Tanto que, ni siquiera recuerdo de que se trataba la discusión entre ambos pequeños.
En estos días, me he percatado, más que
en otras épocas, de la importancia de la pertinencia y la relevancia en la
construcción de conocimiento. Recientemente escuché a un estudiante de Derecho
descalificar el conocimiento de la normatividad de una institución sólo porque
quien citó la legislación pronunció mal el apellido materno de Don Adolfo
Menéndez Samará (que dicho sea de paso, aparece mal escrito en un sinnúmero de
sitios oficiales). El error en la pronunciación del apellido no era pertinente
y mucho menos relevante en la evaluación de los argumentos, sólo fue un
distractor que movió la discusión del tema principal.
De manera similar escuché el día de ayer
como ante un trabajo de ínfima calidad, se planteaba el desconocimiento de un
correo electrónico reciente como una causa probable de errores fundamentales.
Aunque la falta de conocimiento del contenido de ese correo era pertinente a la
discusión, definitivamente no era relevante. Pero se pretendió distraer la
atención para redistribuir responsabilidades.
Finalmente, y para cerrar con broche de
oro, en una discusión en Facebook pude leer cómo ante una serie de argumentos
sobre el valor de un conjunto de acciones de gobierno, no faltó quien
introdujera a la discusión el grado académico del político en cuestión. Una vez
más, la intención de atacar a una persona, impidió un análisis objetivo y claro
de las acciones que eran el sustrato de la conversación.
Si algo caracteriza al pensamiento
científico es justamente la importancia que se le da a los criterios de
pertinencia y relevancia en la construcción de conocimiento. Ante una realidad
tan compleja y reconociendo con humildad que para comprenderla mejor
necesitamos limitarnos a los asuntos pertinentes y relevantes, el quehacer
científico requiere que ponderemos estas dos cualidades en cada argumento que
se introduce en una discusión académica.
Estoy
convencida de que si todos siguiéramos estos principios en la vida cotidiana,
avanzaríamos con pasos firmes en la construcción de relaciones más sólidas,
basadas en confianza mutua y en hechos concretos, verificables y basados en
evidencia. ¿Cómo reconocer que es pertinente y relevante? Fácil, si después de
escuchar o leer un argumento pensamos, “y eso ¿qué?”, ¡felicidades, hemos
detectado lo irrelevante!
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