Este año mis papás se lucieron en mi cumpleaños. Todos en la
escuela están festejado que mi mamá y mi tío Neto me llevaran a Disney. Resulta que aprovechamos la visita a mi abuela
Rosario en Ensenada, ella se quedó con el bebé (decirle Carlos como mi papá, es
raro, con lo chiquito y bonito que está mi hermanito), y nos fuimos nosotros
tres en camión a Disneylandia. Me gustó mucho ver a Cenicienta, a Mickey, la
vuelta al Mundo Feliz y cerró con broche de oro el show de magia de la tarde. Sufrí
horrible en las tazas del Sombrerero Loco, pero lo peor fueron los Piratas del
Caribe, lloré todo el tiempo.
Aunque, ya de regreso, después de platicar con mis amigos en la
primaria, me sentí fatal. Todos se hubieran muerto por subirse a Space Mountain
y esos juegos horribles, y creo que me porté muy mal con mi mami y Neto. Ahora
quiero llorar pero de la tristeza, ¡soy horrible! En lugar de estar buscando
los hilos detrás de los monitos del Mundo Maravilloso, o de estar contando
cuantas vueltas daban las tazas por viaje, o intrigada por los efectos de luz
de los túneles, me gustaría ser como mis amigos, divertida, escandalosa y
valiente. ¡Pobre de mi mami!, ¿por qué no puedo ser como los demás? Espero que
Carlitos sea mejor hijo que yo.
La verdad es que yo creo que Disneylandia sería perfecto si tuviera
recorridos para ver como funcionan los juegos. Eso de que pases al lado de un
pirata y se dé cuenta y te espante, como si estuviera vivo, es… ¡guau! Eso sí
sería divertido. O que el mago explicara sus trucos, cómo el agua aparece de
repente, o se evapora sin calor. ¡Eso sería padrísimo!
Tardé 30 años en
visitar el “Disneylandia” de mis sueños: un evento de Puertas Abiertas en
diciembre de 2000 en el Centro de Investigación en Energía de la UNAM, hoy
Instituto de Energías Renovables (IER, para los cuates). Ahí conocí mi vocación
y la pasión de mi vida adulta. El tiempo que la comunidad del IER dedicó a
preparar la exposición, a atendernos a chicos y no tan chicos se notó en la
calidez y la calidad de la experiencia. Convivir con los académicos de los
Centros de Investigación es fantástico; cada minuto que comparten explicando y
haciendo su labor, acrecentando el conocimiento colectivo en distintas
disciplinas es un gozo continuo.
Hoy, desde otra
posición en la vida, he tenido el privilegio de colaborar con algunos eventos
de Puertas Abiertas, ahora en el Instituto de Biotecnología de la UNAM (IBt). Lo
hago con mucho gusto, con gran convicción, pero con más agradecimiento.
Agradecimiento de esa niña de 7 años, que hace 40 quería encajar en una
comunidad, quería entender más, quería responder preguntas, quería abrir los
ojos. Agradecimiento de esta no tan niña que, cercana al medio siglo, vive
convencida de la necesidad imperiosa que tenemos como mexicanos de invertir en
Ciencia, Tecnología e Innovación y de promover un pensamiento sustentable y
científico en toda la población. Agradecimiento por los miles de vidas que
tocan los académicos en estos eventos de puertas abiertas y por la semilla de
esperanza que siembran en cada uno de los visitantes. Porque, lo más importante
es que las puertas que abren no son las del IER o las del IBt, son las de ese
otro México que es posible.
¡Gracias,
gracias, gracias!
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