Desde chiquita soy de buen diente. Y
también desde pequeña he vivido atormentada por la báscula. Esa combinación
tuvo un doble efecto muy chistoso durante mi infancia. Por un lado comía muy
poco “en público”, siempre me quedaba con hambre en desayunos, comidas o cenas.
Y por otro, me emparejaba entre comidas. Mis carreras a la cocina para asaltar
el refri, la alacena, o hasta la comida en preparación (con las
correspondientes quemaduras de dedos, lengua y paladar, ¡por supuesto!) eran mi
principal ejercicio, y también la principal fuente de misterios “sin resolver”
en casa. Esto último debido a que, de un día para otro, desaparecía
misteriosamente un paquete de galletas, el pan blanco, las sobras que guardaba
mi madre para cenar, el jarabe de chocolate, etc., etc., etc. Por miedo al
castigo de mi padres por tragona, siempre negué categóricamente ser la culpable
de esos asaltos. A pesar de las evidencias que aparecían escondidas bajo mi
colchón o en mis cajones, yo me mantuve firme siempre. Al grado de culpar de
esos episodios de gula a Bubulín, un personaje de la televisión que ya no
recuerdo que hacía ni en que canal salía, pero persistirá en mi memoria pues el
pobre era mi chivo expiatorio. Con los años aprendí que, el ocultar la
información sobre mi hábitos verdaderos reales, sólo complicó muchísimo el
diseño de una dieta balanceada en casa. A más de treinta años de esa “vida
criminal” en contra del refri y la alacena, entendí que la confesión de mi
conducta era necesaria para entender mejor mi metabolismo, y que mi miedo al
castigo además de condenarme a un vivir una adolescencia con malnutrición,
lesionó la confianza que tenía mi familia en mí. Hasta la fecha, cuando falta
algo en la cocina, la culpa es de Bubulín.
Hace unos días en nuestra oficina sucedió
un incidente que me recordó esta relación entre las faltas, el aprendizaje que
generan y el daño que el miedo al castigo hace a la relación entre errores y
lecciones aprendidas. Un vaso para viaje desapareció de un día para otro. Lo
buscamos todos, nadie sabía nada del vaso, movimos cielo mar y tierra durante 5
días y sus noches sin éxito. Lo que nos tuvo de cabeza es que en cuatro años este
vaso es lo primero que se pierde en la oficina. Curiosamente, al sexto día el
vaso apareció al lado del refrigerador, justo donde ya habíamos buscando
anteriormente varios de nosotros. Nadie se hizo responsable de la devolución, y
eso, como coordinadora del equipo de trabajo me preocupó aún más que la
desaparición. Pues un descuido es entendible, cualquiera puede, en una
distracción, tomar algo ajeno, usarlo e incluso olvidar regresarlo. Pero hacer
un retorno misterioso, deja un hueco en la confianza del equipo y un genuino
misterio sin resolver ¿quién tomó el vaso? ¿por qué lo tomó? ¿por qué lo
regresó a escondidas?.
Lo valioso de resolver estos misterios es
que entendemos las situaciones y podemos tomar las medidas necesarias para llevar
una vida, personal o comunitaria, más saludable. Esto sólo se logra en entornos
donde se privilegia el aprendizaje y la responsabilidad sobre el castigo y la
denostación. Pero para que el clima de comunicación y confianza se dé, tenemos
que fomentarlos todos en un grupo: en casa, padres e hijos; en la oficina,
jefes y colaboradores.
Ante nuestras faltas, es importante
asumir las consecuencias, hacernos responsables y lo más importante entender la
circunstancia en que se dan los errores; así podemos integrar el caso a nuestra
base de conocimientos personal, familiar o laboral. Desde hace muchos años me
aseguro de comer mejor durante las comidas y de tener sólo comida saludable en
refri y alacena; de esta forma, aunque Bubulín regrese a las andadas, mi salud
y nutrición no estarán en riesgo.
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