Por razones diversas crecí en una familia
de pocas palabras. Por ejemplo, durante mi infancia temprana todos comíamos
juntos, pero no hacíamos sobremesa. Viví en una familia a la usanza de
entonces, sin gritos ni parloteos innecesarios. “Por favor”, “gracias”,
“salud”, y “provecho”, no eran palabras de uso común, pues con un buen tono y
sonrisa un “¿me pasas la salsa?”, era recompensando por un gesto de
asentimiento y una sonrisa agradecida, sin más que decir. De igual forma, un
estornudo era más fácil que recibiera un pañuelo desechable, que se recibía con
un gran gesto de gratitud. Viví, crecí y me formé en un entorno donde las acciones
y los modos eran los indicadores de nuestro ánimo. Y eso sí, ¡pobre de aquél
que pidiera o diera algo de mal modo! El castigo era seguro y contundente,
Como es de esperarse, mi integración al
mundo real fue de incómoda a dolorosa por esta razón. Desde compañeros que
ignoraban cualquier petición mía por no ir rematada con el clásico “¿por
favor?”, hasta algún ex marido que se daba gusto recalcándome en voz alta y de
mala gana la frase de cortesía que yo hubiera omitido en tal o cual
circunstancia. Su violencia verbal y de actitud era el castigo a mi omisión
verbal.
Entendí
con los años que, aunque lo trascendente de la cortesía es el aplicarla y no
sólo platicarla, es importante entender que las reglas sociales requieren de
una expresión verbal que acompañe el gesto amable, o el acto solidario. Si en
el mundo debiéramos elegir entre hacer o decir, definitivamente es mejor hacer
que decir; felizmente, el bien-hacer no excluye el bien-decir, lo complementa
bellamente. Y la ventaja de explicitar la actitud o intención es que transfiere
con mayor precisión lo contundente de nuestra conducta. Para transferir
información de manera efectiva, necesitamos hacerlo de manera explícita y
tácita, hasta en lo cotidiano.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario