Si
algo me ha caracterizado desde niña es que soy muy melindrosa. Con los años he
ido integrando nuevos sabores a mi variedad personal, pero sigo siendo bastante
“especialita”. Como anécdota y muestra, gracias a las clases de biología logré
racionalizar mi manía. Por ejemplo, en cuanto al tipo de carne que consumo,
sólo como músculo estriado voluntario. Y hasta hace diez años, me empeciné en
no comer hongos de ningún tipo por no ser animales ni vegetales. Un argumento
que dejé de usar fue “no como cosas echadas a perder”, cuando descubrí que este
pretexto, con que evitaba yogurt, aplicaba a los quesos y al pan. Sin embargo,
desde niña entendí que no era “buena educación” exhibir mi manía en público y
sufría muchísimo cuando me invitaban a comer. Desde la crema de no-se-qué (comí
cremas hasta hace unos veinte años), hasta la pera que mordí y guardé en mi
bolsa (“está tan rica que me la llevo”), pasando por los plátanos al horno que
tomé como medicina (rápido y sin masticar ni respirar), cada evento fue motivo
de sufrimiento por cuidar las apariencias.
Desafortunadamente, sostener esas apariencias, se fue
complicando. Claudia, cada vez que me invitaba a comer a su casa, le pedía a su
mamá que hiciera de postre esos plátanos al horno que tanto me gustaban. Y de
las peras, ni les cuento, hice feliz a mi padre con cada visita de aquel
pretendiente que me regalaba pera por viaje.
En la universidad nos enseñan que para ir a una entrevista
laboral, lo más importante es la primera impresión. Hay manuales, guías, blogs
y hasta cursos sobre como impresionar a los empleadores en esa entrevista
inicial, desde la redacción de un curriculum vitae, hasta la ropa que hay que
llevar. Como reclutadora de personal que me ha tocado ser, en los últimos 20
años puedo decir que las relaciones laborales más duraderas, donde la
colaboración fue más productiva y armoniosa, son aquellas cuya primera
interacción fue más auténtica. Por supuesto que es importante presentarnos de
manera adecuada a la entrevista, pero como reflejo de quienes somos, de lo que
hacemos y de cómo nos sentimos. Impostar nuestra personalidad tiene el gran
riesgo de que sea esa “otra persona” la que se gane el puesto y entonces sólo
hay dos posibilidades. Que aflojemos la guardia y con ella, perdamos el puesto;
o que cuidar las apariencias nos resulte tan agotador que acabemos sufriendo
los lunes y añorando la llegada del viernes el resto de la semana.
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