Quienes crecieron conmigo saben que soy
muy mala perdedora. Tan mala, que de niña prefería no jugar con tal de no
perder. Esta regla, aunque me mantenía relegada de un sinnúmero de actividades
lúdicas, me evitaba el drama de fallar. Y lo llevé al extremo. No jugaba en el
pasamanos por miedo a caerme, ni competía en carreras por temor a quedar en
último lugar. Tampoco anduve en moto, por miedo a las caídas; y pensar en
escalar… ¡menos!, ¿qué tal si me resbalaba? Fui, y sigo siendo, experta en ver todo lo que
puede salir mal, soy pesimista por naturaleza.
Eso contribuyó muchos años a mi temor crónico para hacer cosas
aventureras o arriesgadas.
Siendo como soy, muchos años viví
atemorizada por los riesgos que me rodeaban todo el tiempo. Felizmente, con los
años encontré como sacar provecho de esa debilidad. Aprendí a apostar;
entendiendo el concepto según la RAE como: “Depositar su confianza o su
elección en otra persona o en una idea o iniciativa que entraña cierto riesgo”.
Y es que a pesar de que aparentemente el terreno de las apuestas es
especialmente pantanoso, le encontré el modo. Y eso también se lo debo a mi
papá. Mi papá es un gran ganador de apuestas. No es un gran apostador, sólo es
alguien que cuando apuesta suele salir ganando, aunque aparentemente pierda la
apuesta.
El secreto se basa en dos técnicas: una
es apostar contra uno mismo. Esto es ilegal en los deportes, pero en la vida
cotidiana funciona como una especie de seguro contra fallas. Un ejemplo es la
apuesta que hice con cuatro amigas en la universidad. Un día, cansadas de no
tener con quien salir, apostamos $20.00 a ser la última en conseguir novio.
Esto es, quien quedara para vestir santos al final del semestre, se quedaría
con $100.00 (una fortuna en mis tiempos). Resulta que fui la primera que tuvo
que soltar su cuota y perdiendo… ¡gané! Magda, que no pescó ni un resfrío se
quedó con muy buenos $100.00 y sólo invirtió $20.00. En este ejemplo, todas
ganamos.
La otra técnica, que es mi favorita, es
disminuir el riesgo de la apuesta. Y esto suele hacerse incrementando el
conocimiento que tenemos del tema en cuestión. Mi papá es experto en esto y yo
soy su mejor discípula en la técnica de: “apostemos sobre algo que parece de
alta incertidumbre para todos, pero en lo que nosotros tenemos más información
y por tanto, arriesgamos menos”. De hecho, en casa, especialmente con mi
hermano, cada vez que ante un dilema yo digo “¡órale!, ¿cuánto apuestas?”, el
contrincante se echa para atrás y me responde, “no, contigo no apuesto”. Y no
porque la suerte esté de mi lado, sino porque si no apuesto contra mí, sólo lo
hago en temas donde la información que tengo deja a Karla-la-miedosa-pesimista
tranquila. Y esto sólo sucede cuando el riesgo es tolerable por mí y mi sistema
de soporte.
Estoy
convencida, por esta y otras razones, de que el conocimiento es la mejor
inversión, en las buenas, en las malas y hasta en las inciertas.
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