Una práctica educativa común es salir de excursión. Durante
la educación primaria de mi hija, firmé casi diez permisos para viajes a
museos, teatros e incluso alguna fábrica. A pesar del muy similar modelo
educativo entre su escuela y a la que yo asistí en los setentas (hasta
compartimos una maestra, Greta Parrodi), a mí no me tocaron tantos viajes.
Vagamente recuerdo alguna excursión a un parque y un recorrido por el Palacio
de Cortés, no más. Lo que recuerdo perfecto eran las anécdotas de mis vecinos
que iban a otras escuelas. Viví anhelando una visita a la embotelladora de
Coca-Cola, a la planta de la Nissan, o a un museo divertido. Fue hasta la prepa
y la carrera que “se me hizo” conocer las plantas de Nissan, Pond’s (ahora
Unilever) y Syntex. Y en cuanto a visitar museos divertidos (“¿qué, hay otros?”),
me he dado vuelo en mi papel de madre.
Aunque las tecnologías de la información y los medios
masivos de comunicación nos acercan mediante visitas virtuales, ver el video de
un proceso de fabricación, una obra de arte, o un equipo de alta tecnología no
es lo mismo que visitar sus entornos y estar cara a cara con ellos. La
diferencia radica en cómo percibimos la experiencia. En mi memoria está fijo el
olor a medicina que saturó mis sentidos en la visita a Syntex, la sensación de
vulnerabilidad al recorrer las instalaciones con casco y lentes de seguridad,
el sonido de nuestros pasos en las estructuras metálicas de la planta; la
percepción de diligencia de los trabajadores al cumplir su tarea. Una visita es
una fuente de aprendizaje continuo, que impregna nuestros sentidos y persiste
en la memoria.
En el 2000 tuve la fortuna de asistir a un evento de
“puertas abiertas” en el Centro de Investigación en Energía de la UNAM que está
en Temixco (ahora Instituto de Energías Renovables). Vi, por primera vez en mi
vida, científicos de verdad, con batas y todo, en sus laboratorios. Y lo mejor,
los vi en acción, mostrando sus resultados, sus experimentos y permitiéndonos a
los asistentes preguntar y hasta participar en demostraciones de su quehacer.
Conforme recorría las instalaciones del Centro, pensaba en lo mucho que
disfrutarían la experiencia mi hija, mis estudiantes y hasta mis amigas.
Incluso, me remordíó la conciencia no haber compartido la información con ellos
antes, para que pudieran experimentar el deleite de sentir orgullo por nuestros
científicos mexicanos (y mejor aún, morelenses).
Este viernes 23 de mayo, el Instituto de Biotecnología de la
UNAM abrirá sus puertas a la toda la comunidad. El único requisito es
registrarse en su página de internet: www.ibt.unam.mx.
Conozco muy bien al Instituto, sus investigadores, sus estudiantes, su
disciplina, sus logros y su vocación por contribuir a que un mejor mundo sea
posible. Ser parte de un evento de “puertas abiertas” transforma a todos los
que participan en él. El conocimiento que se comparte es un regalo que perdura
toda la vida y que, estoy convencida, nos hace mejores personas al presenciar
una de las actividades que nos han definido como especie, el anhelo por
entender mejor lo que nos rodea.
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