Hace unos años, mientras esperaba en la fila del banco, me
ofrecieron una maravillosa tarjeta de crédito. Como todo buen vendedor, el
ejecutivo de cuenta ensalzó lo positivo del plástico: lo rápido que me la
podían dar, lo fácil del trámite y la exención de anualidad en el primer año.
Se escuchaba tan bien que logró su objetivo e iniciamos el proceso de solicitud
de la tarjeta. Había detallitos que fui averiguando en el proceso, que la
anualidad no era despreciable a partir del segundo año, que el interés mensual
era uno de los más altos del mercado y que el límite de crédito era el menor de
la gama que ese banco ofrecía. Pero ya encarrerada, no me pareció nada grave.
Esta sería mi primera tarjeta de crédito, si nunca había tenido una, ¿qué tanto
crédito me importaría tener?, el límite no parecía un problema. Me prometí
solemnemente pagar todo lo que firmara al corte para no tener que pagar
intereses, ¿qué importancia tendría la tasa de interés mensual si no la pensaba
usar? Y sobre la anualidad, recordé la muy atractiva “promoción del primer día
de compras” que me ofreció el amabilísimo ejecutivo de cuenta: De todo lo que
firmase el primer día de uso de tarjeta, el banco me reintegraría el 10% en
efectivo. Calculé que la tarjeta me la darían a principios de diciembre, pensé
en los regalos navideños que de todas formas tendría que pagar y contar con un
10% adicional de “descuento” me pareció un regalo navideño personal. Y hasta
saldría tablas con la primera anualidad.
A las dos semanas llegó la tarjeta a casa y me lancé a la plaza
comercial para hacer las compras navideñas. Un mes después, al consultar el
estado de cuenta, en plena cuesta de enero, vi que no había reembolso del 10%.
Llamé al call center para aclarar el
“error” y me fui de espaldas. El reembolso sólo aplicaba hasta un tope de $400
y sí, por ahí escondido en primer estado de cuenta, había un abono de $40.
Bastante indignada ante el “engaño” del ejecutivo de cuenta, sólo por
congruencia académica abrí el expediente de la tarjeta, leí el promocional y
efectivamente ambos anunciaban el tope de $400.
Esta semana escuché a un grupo de empresarios despotricar,
en un panel sobre innovación, contra los apoyos que el gobierno federal otorga
para apoyar la inversión en tecnología. Que si llega tarde, que si no admite
prórrogas, que si hay que contratar auditores desconocidos para que “hurguen”
en sus cuentas corporativas, etc. Afortunadamente, me tocó el turno al
micrófono y pude aclararle al público y a los indignados empresarios que el
recurso llega justo en el mes que la federación lo calendariza, que las reglas
de operación establecen claramente la necesidad de dimensionar realistamente el
proyecto y que los auditores sólo “hurgan” en la cuenta que está destinada al
proyecto de inversión en tecnología. Expliqué además como todo eso, está
explicitado con claridad en las reglas de operación y los términos de
referencia.
Mi tarjeta de crédito me ha sacado de mil y un apuros, una
vez que leí las condiciones y entendí cómo podía sacar el mejor provecho de
ella. De igual forma, los apoyos de Conacyt para que los empresarios inviertan
en innovación tecnológica son extraordinarios, es cuestión de comprender la
naturaleza de los apoyos y seguir las reglas de operación.
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