Mi hermano es 6 años más joven que yo.
Esto permitió que ambos gozáramos del trato de “hijo único” durante un tiempo.
Pasé los primeros años de mi vida consentida y protegida, dirán mis primos que “en
exceso”, por mis padres y abuelos. Además no fui al , entonces el tiempo que
pasé jugando con adultos que sólo querían verme contenta fue considerable. Así
que aprendí a jugar cartas, dominó, damas chinas, inglesas y hasta ajedrez con
mi mamá, mi abuelita y mi tío abuelo. Y lo mejor de mis aventuras con ellos era
que siempre ganaba. No había juego de canasta o partida de ajedrez en la que no
aplastara contundentemente a mi familia. El problema surgió cuando quise sacar
a relucir mi talento con mis primos, a quienes veía ocasionalmente en fin de
semana. Ahí me sucedía lo contrario, me daban unas palizas marca diablo. Y yo,
incapaz de entender cómo podía pasarme eso a mí, lloraba a moco tendido. Hice
berrinche, patalee, acusé de tramposos, y finalmente, durante años, me negué a
jugar con mis primos. Este micro-drama causó grandes discusiones entre mi madre
y abuela y mis tías. “Karlita no sabe perder, déjala que llore y que se
aguante”, le aconsejaban a mis ofendidas defensoras. Y claramente, tenían
razón. Yo había aprendido todas las reglas, posiciones de inicio y algunos
trucos para lograr ventaja en los juegos, pero, por cariño y condescendencia—y
por evitarse los dramones que me aventaba cada vez que me empezaba a “ir mal”
en el juego—no me acostumbraron a manejar el fracaso.
En la práctica profesional y académica (y
en la vida si nos ponemos filosóficos)
uno convive con los errores todo el tiempo. Desarrollamos técnicas de
control de calidad para minimizar las fallas y su impacto, pero si hay algo
certero es que nos equivocaremos. Lograr ser exitoso en los campos
profesionales y académicos es un asunto de aprendizaje efectivo a partir del
error. Fallar ante una nueva situación es natural, lo indispensable es aprender
de la situación e integrar en nuestro actuar cotidiano protocolos de
contingencia. Es decir, debemos tener procedimientos de revisión (check-lists), de control de daños y lo
más importante: una actitud receptiva y responsable para admitir la falla,
repararla e integrar el caso a nuestra base de conocimiento personal y grupal.
El
callo que no desarrollé cuando niña para aprender del fracaso, tuve la gran
oportunidad de forjarlo en mi vida adulta. La lista de emprendimientos fallidos
tanto en temas académicos como profesionales es larguísima. Afortunadamente,
aprender de esas fallas, logró transformar fracasos en éxitos. Sigo tensando el
gesto cuando pierdo en un juego de mesa, pero las oportunidades de aprendizaje
que me han regalado mis colaboradores y socios, las atesoro con orgullo, cariño
y aprecio. Todo está en aprender, aprender y aprender.
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