Una de las prácticas que más trabajo me costaron como
estudiante fue aprender a trabajar en equipo. Por un lado, mi timidez eterna me
impedía disfrutar de una reunión relajada con mis compañeros. Así que en lugar
de anticipar las reuniones de equipo como pretexto para ir casa de mis cuates a
pachanguear, las sufría. Por otro lado, tener que someter todas las decisiones
sobre el trabajo a la opinión de los demás, cuando yo era la menos popular, me
caía gordísimo. Ser tímida y poco popular me aseguraba perder las votaciones en
todo: tema del trabajo, asignaciones de tareas, casa de reunión y hasta la
comida que disfrutaríamos en los descansos. Total, yo cada vez que los maestros
nos salían con “este trabajo es en equipo”, sentía unas ganas de llorar
espantosas, segura de que pasaría un calvario haciendo lo que otros quisieran y
pasando vergüenzas ajenas-propias con nuestros resultados.
Curiosamente, conforme pasó el tiempo, aunque siguió mi
aversión a trabajar en equipo, fui aprendiendo a hacerlo mejor. Aprendí, junto
con mis compañeros, que debíamos vencer la timidez para tratar de exponer
nuestros puntos de vista, sustentarlos y defenderlos. En consecuencia, el
comportamiento grupal fue cambiando, de votaciones unánimes motivadas por la
popularidad o la autoridad de quien proponía los temas a decidir, fuimos
avanzando a consensos, donde se tomaban decisiones de acuerdo a quienes
expusieran los mejores argumentos y tuvieran la capacidad de convencer a más
personas. Esto nos enseñó a todos a disfrutar y padecer las decisiones
grupales, a abrirnos a la opinión de otros y a negociar. Nos costó más aprender
otra cosa, la corresponsabilidad sobre los resultados. Una buena calificación
era más fácil de compartir, ahí nos felicitábamos todos y a veces hasta dábamos
crédito adicional a quienes habían propuesto tal o cual idea. Sin embargo, un
mal resultado no es tan fácil compartirlo. La primera reacción suele ser
voltear y buscar culpables, ¿quiénes propusieron tal barrabasada? Y ahí es
donde la mayor lección se aprende. También somos corresponsables de las malas
decisiones, y por eso, es necesario contar con información de calidad, escuchar
con atención y apertura las alternativas presentadas, ser críticos también con
nuestros puntos de vista, confrontar nuestras certezas y así, elegir
responsablemente como miembros de un equipo, lo mejor para el grupo.
Este lunes tuve la oportunidad de compartir un par de horas
con un grupo de universitarios, participativos, responsables e interesados en
mejorar su entorno. Escuchar su respeto por los cuerpos colegiados, por los
procesos de decisión grupal y su claridad sobre la importancia de sus
decisiones individuales para mejorar su comunidad fue una gratísima forma de
iniciar la semana.
Trabajar en equipo es necesario y tener la
madurez para hacerlo responsablemente es garantía de que juntos podemos
construir el México que queremos.
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