Siempre fui muy miedosa. De niña recuerdo que el miedo a
caer me tuvo lejos de la bicicleta más tiempo que a mis primos. El riesgo y sus
consecuencias me parecían inmanejables. Así que las ganas de divertirme como
enana al treparme a la bici e ir al parque con todos se peleaba con el pánico
de caerme y tener un accidente grave. Años después, enfrenté dilemas similares
con la vespa de mi vecina, el vocho de mis amigos o la idea de esquiar en
Teques. Mi estrategia ante el riesgo, por muchos años, fue evitar la actividad
ante cualquier posibilidad de un desenlace negativo. Así que viví una infancia
y adolescencia muy segura, pero hoy a mis 45 años, reconozco que me perdí de
muchas experiencias de aprendizaje al tener esa actitud excesivamente precavida.
Afortunadamente, conforme pasó el tiempo, me fui dando
cuenta de que los riesgos se encontraban en ambos lados de los dilemas. No ir
en bici con mis amigos al parque me confinaba a pasar más tiempo en casa viendo
tele, comiendo golosinas y afectando mi salud física y social. Ese riesgo, no
tan evidente en el momento, era aún más probable que el de un accidente grave
camino al parque y “sin querer” lo
asumí, lo corrí y lo padecí.
El análisis de riesgos es una tarea necesaria para todos los
que diseñan, ejecutan y supervisan proyectos. Para construir un plan es
indispensable que analicemos aquellos eventos que obstaculizan su éxito. Así
como ver que tan probable es que esos riesgos ocurran y establecer que impacto
tendrían en el costo, duración y alcance del proyecto que planeamos. Pero, más
importante aún que detectar estas posibilidades y la gravedad de su ocurrencia
es fundamental decidir qué estrategia utilizaremos en caso de que el riesgo
suceda. Podemos transferir el riesgo a otra parte del proceso; por ejemplo, en
el paseo en bicicleta para no caerme de la bici por inexperta, si me subía a la
bici de alguien más como acompañante, habría transferido el riesgo a un
conductor más experimentado y disfrutado igual del paseo y del parque. También podemos
mitigar el riesgo o las consecuencias de este. Es decir, para mitigar el riesgo
de caerme de la bici hubiera sido inteligente usar coderas, rodilleras y casco;
o practicar más; o las dos cosas. De esta forma habría bajado la probabilidad
de los eventos “caer por falta de experiencia” y “dolor y heridas por una
caída”. Y finalmente, ante algunos riesgos la estrategia más adecuada es aceptarlos.
Todos hemos recorrido paseos de vida en los que, a pesar de los riesgos
inherentes, la vista, la experiencia y el destino bien han valido la pena los
riesgos del trayecto.
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