Es curioso cómo, a
pesar de que todos vivimos en el mismo planeta, habitamos distintos mundos.
Déjenme platicarles como es el mundo en que yo vivo.
En este mundo, cuando
de pequeña lloraba en el coche durante una tormenta eléctrica, no me consolaban
contándome que los rayos eran “el cielo tomándome una foto por ser tan bonita”.
Mi padre me explicaba cómo gracias a un papalote Benjamín Franklin había
entendido los rayos e inventado el
pararrayos mientras estudiaba la electricidad, “esa misma electricidad que
hace funcionar la tele”, me decía. Desde muy temprana edad, cuando oía ruidos en
la noche, no había “cocos”, “fantasmas”, ni “hadas”, eran ramas, vigas, tuberías,
viento en las puertas o alguien de la familia escabulléndose a la cocina por un
tentempié. Las manchas en el cielo diurno o nocturno no eran naves
extraterrestres, eran objetos voladores no identificados (o.v.n.i.), pero
terrenales. Recuerdo que una vez seguimos en la penumbra un globo de Cantoya,
que antes de identificarlo con claridad, ya había alborotado la imaginación de
mis primos.
La llave a este mundo
la tienen los comunicadores y divulgadores de la ciencia y la tecnología. Ese
fantástico grupo formado por padres de familia, maestros, amigos, periodistas y
académicos, que se ha dado a la tarea de combatir la ignorancia como en un gran
juego de “Maratón”. Gracias a ellos sabemos que las pirámides las construyeron
nuestros ancestros, guiados por su inteligencia, su tenacidad, su
perseverancia; motivados a realizar proezas “sobrehumanas”, que trascendieran
sus efímeras existencias y exiguas fuerzas individuales.
En este mundo
formidable, los científicos mueven las barreras del conocimiento todos los
días, mejorando nuestra calidad de vida, explicando los fenómenos que nos
rodean, liberándonos de magias, mitos y miedos. Porque entender nos hace libres,
nos permite vivir una vida plena, llena de esperanza y confianza en la
inteligencia humana.
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