¿Quién no recuerda en algún
momento de su vida, haber volteado al cielo y admirarse con él? Para
mí el primer recuerdo sabe a sol, a nubes con forma de conejo y
ositos, a fresco a niñez. El segundo recuerdo, más intenso y
familiar, huele a noche en carretera, del D.F. a Cuernavaca, en el
asiento de atrás, admirando por la ventana cientos de estrellas en
un fondo “negro como la noche”, mientras la luna “nos seguía”.
Este segundo recuerdo, a diferencia del primero, tengo la fortuna de
acompañarlo de largas charlas con mi padre, que me hablaba de cómo
volaban las naves espaciales, por qué nos seguía la luna, o sobre
las distancias reales y aparentes de esas estrellas y mil cosas más
que estaba yo muy chica para entender y recordar.
La astronomía es fascinante,
seguramente la rama de la ciencia más popular y apreciada. La noción
del espacio y su contenido nos fascina y conmueve, a unos más que a
otros, pero a todos en algún momento de nuestras vidas, sin duda lo
hará.
En noviembre de 2001, hace 12 años
y medio, me tocó ser parte de la organización de un evento
inolvidable: la contemplación de la Leónidas en Xochicalco.
Consuelo, entonces Coordinadora General de Modernización y
Desarrollo Científico-Tecnológico, aficionada a la astronomía,
sabía del evento astronómico y juntó a su equipo de trabajo y más
de 200 personas disfrutamos de un campamento inolvidable. Xochicalco
de noche fue testigo de la pasión compartida de científicos,
funcionarios, público en general, adultos, niños, hombres y mujeres
que nos tumbamos al suelo y exclamábamos al filo de la media noche,
“ahí va 1, 2, 3, …”, “otra, otra”, “mira esa, no
aquélla”. Ese evento marcó el inicio de una relación lúdica,
colaborativa y armoniosa entre académicos y gobierno. Mucho camino
se anduvo antes, mucho se ha andado desde entonces, pero Enrique,
Xavier, Susy, Paty, Miguel, Thierry, Pancho, Karla, Oscar, Jaime y
cientos de personas más pudimos compartir pan, sal, telescopios,
mantas, estrellas y Xochicalco.
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