Algo que muy poca gente sabe es que yo
nunca fui al kínder, ni a preescolar. Todo el teatrito de ir a la
escuela “no era lo mío”, lloraba sin parar y mi pobre madre no
tuvo corazón para dejarme sufriendo en el kínder de la colonia. Aún
recuerdo mi mochila roja, octagonal con la palabra STOP en blanco
contrastante, y cómo la paseaba por la casa, con mi cuaderno y
lápices sin estrenar. Entonces, empezó mi romance con la
televisión. Gracias a “Plaza Sésamo” aprendí a leer, escribir
y a interactuar con los personajes mientras practicaba nociones
básicas de lógica, matemáticas, gramática y vocabulario. Mi
siguiente tutor analógico fue “La Canica Azul”, aprendí más
lógica, más gramática y hasta geografía, historia y
sustentabilidad. Ambos programas hacían gran énfasis en clasificar
elementos de conjuntos, detectar elementos distintos y transmitir que
los sistemas de clasificación y orden eran una noción necesaria
para avanzar en la construcción de conocimiento. Aprendí que no
puedo sumar peras con manzanas y que es fundamental encontrar
patrones de similitud en los objetos de estudio para poder entender
mejor los fenómenos aparentemente individuales.
Sin duda, ver las diferencias entre
individuos, agrupar por similitud e inferir conocimiento a partir de
esas clasificaciones, es una de las actividades que más nos ha
permitido avanzar en la comprensión de la naturaleza, el pensamiento
científico y con él, la ciencia, la tecnología y
la innovación le deben mucho a esa capacidad muy humana de agrupar,
discriminar y etiquetar para entender mejor. Sin embargo, esa misma
capacidad nos ha llevado a excesos en lo que respecta a la manera en
que tratamos a los demás. Desafortunadamente, la etiqueta se ha
convertido en un elemento discriminatorio, y con él, en un pretexto
para dar un trato diferenciado a los portadores de una u otra
etiqueta: mujer, afro-americano, hippie, indígena, gordita,
divorciado, guapa, judío, ignorante, discapacitado, gay,
capitalista. Cada etiqueta ha tenido en la historia (y tristemente,
tiene aún), una carga de maltrato y violencia verbal, física,
sexual, social y sicológica que hoy resulta en una sociedad
fragmentada. Entonces, generamos una serie de días dedicados a esas
etiquetas y a paliar sus consecuencias: día de la mujer, día de la
libertad sexual, día del orgullo indígena o el día de la
no-violencia contra las mujeres. ¿No sería mejor, dejar las
clasificaciones y etiquetas para construir conocimiento en lugar de
destruir comunidades? ¿No sería mejor celebrar todos los días del
año, el día internacional de la persona? ¿No sería mejor abrazar
nuestras diferencias, agradecerlas y respetarlas con orgullo,
tolerancia y sentido sustentable? Yo creo que sí, por eso insisto,
antes que mujer, que mestiza, que madre y que profesionista, soy
persona. ¡Felicidades a todos mis pares!
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