jueves, 23 de julio de 2015

Ganar y perder

publicado el 21 de Junio del 2015, en la columna "Con peras y manzanas" del Diario de Morelos

Quienes crecieron conmigo saben que soy muy mala perdedora. Tan mala, que de niña prefería no jugar con tal de no perder. Esta regla, aunque me mantenía relegada de un sinnúmero de actividades lúdicas, me evitaba el drama de fallar. Y lo llevé al extremo. No jugaba en el pasamanos por miedo a caerme, ni competía en carreras por temor a quedar en último lugar. Tampoco anduve en moto, por miedo a las caídas; y pensar en escalar… ¡menos!, ¿qué tal si me resbalaba?  Fui, y sigo siendo, experta en ver todo lo que puede salir mal, soy pesimista por naturaleza.  Eso contribuyó muchos años a mi temor crónico para hacer cosas aventureras o arriesgadas.
Siendo como soy, muchos años viví atemorizada por los riesgos que me rodeaban todo el tiempo. Felizmente, con los años encontré como sacar provecho de esa debilidad. Aprendí a apostar; entendiendo el concepto según la RAE como: “Depositar su confianza o su elección en otra persona o en una idea o iniciativa que entraña cierto riesgo”. Y es que a pesar de que aparentemente el terreno de las apuestas es especialmente pantanoso, le encontré el modo. Y eso también se lo debo a mi papá. Mi papá es un gran ganador de apuestas. No es un gran apostador, sólo es alguien que cuando apuesta suele salir ganando, aunque aparentemente pierda la apuesta.
El secreto se basa en dos técnicas: una es apostar contra uno mismo. Esto es ilegal en los deportes, pero en la vida cotidiana funciona como una especie de seguro contra fallas. Un ejemplo es la apuesta que hice con cuatro amigas en la universidad. Un día, cansadas de no tener con quien salir, apostamos $20.00 a ser la última en conseguir novio. Esto es, quien quedara para vestir santos al final del semestre, se quedaría con $100.00 (una fortuna en mis tiempos). Resulta que fui la primera que tuvo que soltar su cuota y perdiendo… ¡gané! Magda, que no pescó ni un resfrío se quedó con muy buenos $100.00 y sólo invirtió $20.00. En este ejemplo, todas ganamos.
La otra técnica, que es mi favorita, es disminuir el riesgo de la apuesta. Y esto suele hacerse incrementando el conocimiento que tenemos del tema en cuestión. Mi papá es experto en esto y yo soy su mejor discípula en la técnica de: “apostemos sobre algo que parece de alta incertidumbre para todos, pero en lo que nosotros tenemos más información y por tanto, arriesgamos menos”. De hecho, en casa, especialmente con mi hermano, cada vez que ante un dilema yo digo “¡órale!, ¿cuánto apuestas?”, el contrincante se echa para atrás y me responde, “no, contigo no apuesto”. Y no porque la suerte esté de mi lado, sino porque si no apuesto contra mí, sólo lo hago en temas donde la información que tengo deja a Karla-la-miedosa-pesimista tranquila. Y esto sólo sucede cuando el riesgo es tolerable por mí y mi sistema de soporte.
Estoy convencida, por esta y otras razones, de que el conocimiento es la mejor inversión, en las buenas, en las malas y hasta en las inciertas.


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