publicado en "Ciencia y Ficción" en junio 2009
WYSIWYG (se pronuncia Guaisigüig). Todavía recuerdo como si fuera ayer (la memoria es marvillosa, ¿verdad? Sin duda, mejor máquina del tiempo que la de H.G. Wells, aunque sólo funcione en un sentido), leer en un artículo de revista especializada para computólogos, la palabra más atractiva que hasta entonces había visto... WYSIWYG, el acrónimo en inglés de Lo Que Ves Es Lo Que Obtienes, que en español sería LQVELQO (que no se ve nada mal, pero es francamente impronunciable).
WYSIWYG aludía a un tipo de programas de cómputo que te permitía ver en la pantalla, en tiempo real, algo muy parecido al documento que obtendrías en la impresora. Corría el año 1985 y la idea de tener acceso a un programa de cómputo que te permitiera esto era innovador para muchos, y aunque para algunos era un desperdicio de recursos de cómputo (memoria, necesidad de un monitor carísimo de alta resolución y tiempo de procesador dedicado a la interfaz gráfica); era, sin duda, tranquilizador para los más. Al fin, podría el usuario no especializado escribir un documento sin necesidad de utilizar una serie de comandos que le darían forma en la impresora y para saber cómo se vería impreso. Apple fue, con el lanzamiento de su Apple Lisa (precursora de la Macintosh), quien con LisaWrite iniciara esta gran idea, allá por 1984. Aunque no fue sino hasta un año después, con la aparición de la Apple Macintosh y su serie de programas: MacWrite, MacPaint y MacDraw, que el concepto de “ver lo que obtienes” perteneció al dominio público.
Curiosamente, a mí lo que me fascinó no fue esta revolucionaria idea de permitir que el usuario viese lo que obtuviese. Así es, yo formaba parte de ese pequeño grupo que consideraba que dedicar “toda esa memoria y ese dinero” para visualización de un papel, era un franco derroche. Sin embargo, WYSIWYG resonó conmigo en el instante que lo leí y me llevó en aquel entonces a un segundo viaje temporal (que también recuerdo como si fuera... antier).
Corría el año de 1981, y yo era estudiante de secundaria (¡auch! Sí, me he delatado por segunda vez) en una escuela de monjas (“para señoritas” era el término políticamente correcto). Estábamos en los vestidores, después de clase de natación y mis amigas estaban frente al espejo sacando “la tlapalería”: cucharas, lápices, rimmel, polvos de colores, rizadores, maquillajes, etc. Una de ellas, mi mejor amiga entonces, se me acercó con un lapicito bastante mugrosito y me dijo “anda, ve que bien te vas a ver, yo te pinto”. Yo, horrorizada, me aventé una disertación sobre como “mi cara no era un lienzo, ni yo un pintor”, renegando sobre la vanalidad de decorar lo que Dios nos dio y afirmando que “quien me quiera, que me quiera como soy”. Sobra decir que tal rollazo, en una escuela sólo para mujeres, convenció a las pocas que aún dudaban que yo estaba rematadamente loca de ser, por lo menos, rara sin remedio. Sin embargo, cuando años más tarde vi en flamantes letras mayúsculas y negrillas WYSIWYG, me sentí comprendida y bien descrita por primera vez. Pues aunque desde la preparatoria me pintaba “la rayita” (para los no-expertos, me refiero a esa línea oscura que ven justo en la frontera del ojo y las pestañas inferiores, paso de la muerte donde los pobres ojos suelen quedarse con un poco de grasa siempre y ocasionalmente un pedacito de madera o crayón), so pena de empañar mis lentes de contacto y ver menos que sin ellos todo el santo día, siempre fui enemiga de “las plastas color carne” que transformaban a adolescentes pecositas y “barrientas” en rostros perfectos a lo lejos, y en máscaras “olor a señora” de cerca. Mi convicción de no usar maquillaje y pasar horas frente al espejo en la tranformación milagrosa, era doble. Por un lado, el daño que tanto producto haría en mi piel; pero más importane aún, el depender de todo ese arsenal diariamente, para evitar que los demás me vieran au naturelle, me parecía terrible. Y sí, nunca faltó el día en que a alguna compañera se le hacía tarde, llegaba con la cara lavada y en los pasillos de la prepa (la universidad, el trabajo, la oficina... “¡ah, qué buena medicina!”), se escuchara: “es Fulanita, ¿qué le pasó?, ¡qué bárbara, que ojitos tan chiquitos!, ¡qué colorcito, que se asolee!”. Yo, por lo menos (valiente consuelo), era la misma descolorida ojos chiquitos, todos los días, what they saw, they got!
Hace un año, en un ciclo de conferencias sobre Transparencia, mientras escuchaba al Consejero Presidente del Instituto Morelense de Información Pública y Estadística dar ejemplos sobre lo que las iniciativas pro-Transparencia habían aportado al gran público y por tanto a la democracia, recordé mi palabrita, WYSIWYG. A primera vista, el concepto de Transparencia, de mostrar lo que hay, parece ser un quitar maquillajes, desechar máscaras y mostrar el rostro de las instituciones. Sin embargo, es mucho más que eso. La fortaleza de la transparencia radica no sólo en mostrar sueldos, salarios, agendas o presupuestos; sino en lograr un objetivo aún más importante: dar acceso democrático a la información de las instituciones públicas, y con ello, contribuir a una verdadera rendición de cuentas.
Cuando miro las campañas de transparencia, que premian la exhibición de sueldos y presupuestos, veo también una inversión considerable dentro de las instituciones públicas en maquillaje, en mostrar para cumplir sin un interés en informar. Un compañero de trabajo solía decir, con un toque de desdén: “no hay mujeres feas, sólo pobres”. ¿No estaremos acaso promoviendo con estas medidas de escándalo mediático una cultura de engaño aún más perversa por costo e intención, dirigida a mostrar engañosamente desde inicio lo que nos conviene que el público vea? Quitarse el maquillaje y dejarse ver en público cuesta, y cuesta mucho. Pregúntenselo a los cientos de mujeres que todos los días se maquillan en el coche. Mujeres que, ante el terror de llegar a la oficina con la cara lavada, prefieren correr el peligro de un accidente de tránsito. No vaya a ser que, cuando los demás vean Lo Que Obtienes Cuando Realmente Me Ves, nos miren con compasión y nos digan “¡Karlita, ahora sí te veo traqueteada! ¿Te puedo ayudar en algo?”, y entonces sintamos de golpe y porrazo el costo de haber ocultado durante tanto tiempo a los ojos de los demás, lo que somos.
A ratos se me antoja un poco más de paciencia y mucho más de inteligencia al momento de analizar lo que las iniciativas de transparencia nos ponen sobre la mesa. Pidamos ver más y conocer mejor, pero también tomémonos el tiempo para construir conocimiento a partir de esos datos y cifras. Ahondemos en lo que realmente se hace con el erario público, caso por caso, peso por peso, casilla por casilla, y ¿por qué no?, voto por voto, pero de manera conectada, integral, causal y concordante. El argumento de lo caro que puede ser conocer esos datos, cuando la tecnología de la información ha evolucionado al grado de hacer posible que nos contectemos en fracciones de segundo con el resto del mundo y que manipulemos grandes cantidades de información de fuentes diversas en la Internet, se cae no sólo desde el punto de vista tecnológico, sino en términos de costo-beneficio. El valor de mantener informada a la población, de fomentar la participación social en todos los órdenes y niveles de gobierno es muy superior al costo de desmaquillar rostros, transparentar procesos y hacer responsables a los administradores públicos de las decisiones que toman día con día.
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