La noción del tiempo que transcurre y la
predeterminación en algunos aspectos de nuestra vida es un tema que
nos apasiona a todos desde muy pequeños. Nunca es el tiempo más
largo que en familia, dentro de un automóvil, rumbo a algún destino
turístico, tratando de espaciar los “¿ya llegamos?”, que agudas
vocecillas emiten desde el asiento trasero, con el clásico “… un
elefante se columpiaba sobre la tela de una araña…, dos elefantes
se columpiaban sobre la …, ” ad
nauseaum. Esta imagen, o alguna
similar, es sin duda una de las primeras escenas que recordamos todos
respecto al paso del tiempo, muy anterior a esas conjugaciones
eternas de verbos regulares y no tanto, en tiempos perfectos,
imperfectos (y para los que ya pasamos los 40, pluscuamperfectos). De
alguna forma intuitiva, de niños sabemos, creemos con certeza, que
llegaremos a nuestro destino… turístico. No tenemos duda alguna de
que eventualmente, más tarde que temprano, nuestro padre logrará
avanzar sobre la eterna carpeta asfáltica y llegaremos a Acapulco
(Oaxtepec, Zacatecas, La Marquesa, ponga usted el lugar favorito de
aquel entonces). Hay algunos que, como la prima Margarita, se ponen
el traje de baño debajo de la pijama una noche antes, para que “no
se les vaya a olvidar” en el dicho, y “no pierdan tiempo” en el
hecho.
Así, hay ciertas cosas que claramente sabemos
llegarán. Sin lugar a dudas, y sin ánimo de ser fatalistas, todos
sabemos que algún día, tarde o temprano, moriremos. También desde
pequeños, sin importar qué tanta información tengamos a nuestro
alcance, podemos saber con cierto grado de certeza que en algún
momento de nuestro día comeremos, cenaremos, dormiremos e iremos a
la escuela. Valga esto para recordar a aquella madre molesta por la
falta de diligencia de su pequeña, que al pedirle “haga su cama”
antes de ir a desayunar, recibe un “¡pero si la voy a deshacer en
la noche, ma’!, ¿para qué?”
Sin embargo, el futuro tiene un aura de misterio,
de incertidumbre. A diferencia del pasado, que tiene un carácter
anecdótico, o el presente, con su naturaleza instantánea, el futuro
es desconocido. Y curiosamente, conforme más información tenemos,
lo desconocido aumenta (¡sólo sé que no sé nada!). Esto lo vemos
claramente ante la pregunta: “¿qué quieres ser cuando seas
grande?”, que va tomando un carácter siniestro, conforme crecemos.
Pasa de ser respondida con la ligereza que nos regala el último
acontecimiento sorprendente en nuestra vida infantil (mago, payaso,
bombero, policía, actriz, Miss Universo, mamá, o como decía
Fernandito, “bombero de día, mago de noche”), a ser una
sentencia mortal sobre lo que se espera hagamos con nuestras vidas,
según algunos, “para siempre”. Es más, anticipar qué haremos
el fin de semana que entra es ya una tarea que requiere una consulta
familiar y un par de pleitos ente hermanos para que, finalmente,
nuestra respuesta tenga un alto grado de incertidumbre.
El futuro, así en singular, puede ser el gran
misterio y para aquellos que creen en el determinismo, hasta
doloroso. Los oráculos de la antigüedad hacían de las suyas
anticipando los eventos por venir. Profetas, astrólogos, videntes y
visionarios han dejado huella en el comportamiento de los individuos
en distintas épocas, en la cultura de la humanidad y hasta en los
bolsillos de quienes han creído erróneamente que el futuro es
único, está escrito y que quien tenga acceso a esa información que
vendrá, tendrá una ventaja clara sobre los demás.
Por eso, en ciencia hablamos de futuros, con “s”.
Entendemos el paso del tiempo como un continuo y decimos que contamos
con la posibilidad de crear un futuro posible, consecuencia de lo que
hagamos en el presente con lo que hemos ido acumulando desde el
pasado.
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