jueves, 17 de abril de 2014

Razón vs. emoción

publicado el 17 de abril de 2014, en la columna "Con peras y manzanas" del Diario de Morelos

Entre las muchas frases que me han descrito fielmente en la vida, una que me acompañó muchos años fue “esa niña llora hasta porque pasa la mosca”. Y por supuesto, cada vez que la oía volvía a llorar con gran sentimiento. Fui la prima de la que todos huían por temor al drama que seguro vendría si: me caía, me empujaban,  perdía en un juego, me ignoraban, etcétera. Las discusiones en la familia las terminé mil y un veces por la vía del llanto. “El que se enoja pierde” era el consejo perpetuo de Lola, mi abuelita, que era a quien corría, desconsolada, para que me reconfortara de la tragedia más reciente.
Sin embargo, al alejarme del seno familiar, me enfrenté con la cruda realidad. Llorar de nada me servía en la escuela ni con los compañeros. Así, poco a poco, fui aprendiendo a controlar mis impulsos y sustituí lágrimas con palabras. En más de una ocasión agoté a mis interlocutores por la cantidad de palabras por segundo que me aventaba en las discusiones escolares (quienes me conocen, saben que hablo rapidísimo).
Conforme fui creciendo, los temas fueron aumentando su grado de complejidad y mis interlocutores su nivel de argumentación. Aprendí dos cosas importantes. La primera, la calidad de los argumentos, su veracidad y su objetividad son mucho más importantes que la cantidad de palabras con que se expresen; entre más fundamentado en hechos y evidencias esté un argumento, más fácil es defenderlo y sostenerlo, pues se defiende con la razón, no con la emoción. La segunda lección es que, en un debate, hay que estar dispuestos a confrontar nuestras certezas; es decir, hay que escuchar los argumentos contrarios, tratar de hacerlos nuestros y ponderar la veracidad de esos hechos con la mayor frialdad y objetividad posible. Las mejores discusiones que he tenido no son las que he ganado, sino aquellas en las que ambos interlocutores hemos aprendido uno del otro y logrado, a pesar de los contextos y circunstancias, ampliar nuestra visión del mundo, incluyendo en lo posible esos elementos que al otro le son importantes.
Recientemente, tuve una discusión maravillosa con mi hija, sobre el concepto de discriminación. Ambas expusimos con vehemencia nuestros puntos de vista y, por supuesto, estuvimos “a dos” de que la emoción nublara la razón y termináramos el intercambio por cansancio, autoridad, cariño o por las caras de espanto con las que mi madre y hermano nos veían. Afortunadamente, ambas logramos que los elementos racionales, la importancia de los argumentos y la apertura para tratar de ver el tema desde la perspectiva no-propia, imperaran sobre todo lo demás. Que adicionalmente, viera a mi bebé transitar por el río de las emociones, esquivarlo y mantenerse en la vía del intercambio enriquecedor fue un regalo de Día de las Madres anticipado, como tantos que suele darme mi “chaparra”.

Las mejores discusiones que he tenido no son las que he ganado, sino aquellas en las que ambos interlocutores hemos aprendido uno del otro y logrado, a pesar de los contextos y circunstancias, ampliar nuestra visión del mundo, incluyendo en lo posible esos elementos que al otro le son importantes.

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