Aparentemente
publicado en "Ciencia y Ficción" en junio 2009
Llevamos quince días de trabajo
intenso, hemos cruzado unas cuantas palabras, y siempre me cautiva tu sonrisa
tímida, tus ojos inmensos y tu conversación escasa y precisa. Sigo perdiendo la
respiración cuando compartimos el ascensor, situación frecuente gracias a que
somos huéspedes del mismo piso. Me sorprende descubrir que, a pesar de la
distracción que me impone tu presencia, el trabajo conjunto es productivo. Tu
paciencia y claridad al explicar los conceptos que me son nuevos, se equiparan
a mi atención y perseverancia para comprenderlos y ponerlos en práctica. Tus
frecuentes silencios dejaron hace tiempo de serme incómodos. Al contrario, son
un descanso necesario ante la cada día más molesta costumbre del resto del
mundo de conversar sin comunicarse, de hablar por hablar.
Mañana terminamos el proyecto.
Estamos de nuevo en el vestíbulo, yo me quedo un día más; tú partes en unos
minutos hacia el lugar del que te vi llegar hace un mes. Te observo una última
vez detrás de tu andar cansado, el cabello recogido y las gafas caídas, y
recuerdo...
—Entonces, ¿me prestas el libro? —me
comentas en el ascensor.
—Si me acompañas, te lo doy ahora mismo —te
contesto con sorpresa. Tu silencio es un “sí” manifiesto, producto de esa
economía tan tuya al conversar. Te siento un par de pasos detrás de mí. Entro
en mi habitación, dejo la puerta abierta con el corazón en suspenso, imaginando
en segundos que te tengo entre mis brazos. Sin embargo, con la última gota de desilusión
que me queda, noto que sigues de pie en el umbral. Me apuro, tomo el libro y,
volviendo sobre mis pasos, te alcanzo en la entrada y te lo entrego.
—De verdad está buenísimo, te va a encantar. Un
poco difícil el inglés, pero haz como yo, sáltate lo complicado —parloteo
víctima de la excitación. Me acerco un poco más, mientras tú tomas el libro y
mi mano, al tiempo que nuestros labios se tocan, casi sin querer, como por
accidente.
—¿Me quedo? —susurras en mi oído.
“Sí,
por favor”, pienso enseguida, sin saber a ciencia cierta si logré articular
palabra. Entonces, el deseo contenido de tantos días, tantos instantes, me
inunda. Tu sonrisa tímida se transforma en una dulce y salvaje fuente de
sensaciones. Tus manos diestras acarician mi cuerpo con una precisión y una
calidez que me pierde, que me enloquece. Desato tu cabello y sumerjo mis dedos
en la cascada castaña que tantas veces anhelé. Sin decir palabra nos contamos
la vida, mientras nos leemos la piel. Compartimos un silencio que sólo se interrumpe
con el crujir de las sábanas y el ritmo de nuestra respiración en sincronía.
Vivimos en la última de las noches la intensidad acumulada de cuatro semanas,
impulsados por una vitalidad surrealista. A media luz, nuestros sentidos se
intensifican en el clímax, una y otra vez; hasta que los rayos del sol
interrumpen nuestro silencio. La realidad del encuentro ha superado la fantasía
de mis noches desiertas.
Estamos en el vestíbulo cansados y satisfechos, discutiendo
con el grupo la ruta del día. Aparentemente, de un mes para acá, nada ha
cambiado; detrás de tu andar cansado, el cabello recogido y las gafas caídas,
percibo algo que acelera mi pulso, pero ya no miro hacia otro lado. Esta vez,
de manera imperceptible para los demás, contemplo tus ojos inmensos, tus manos
diestras y tímidamente sonreímos.
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