jueves, 14 de febrero de 2013

Aparentemente




Aparentemente
publicado en "Ciencia y Ficción" en junio 2009

         Estamos en el vestíbulo, agotados y hambrientos, discutiendo dónde ir a comer, cuando, al verte entrar, te descubro. Detrás de tu andar cansado, el cabello recogido y las gafas caídas percibo algo que acelera mi pulso y me obliga a mirar hacia otro lado. Somos, en todo el grupo, las únicas dos personas que en los descansos buscan algún lugar tranquilo para leer. En esta semana te he observado en mil instantes, de lejos, detrás de las páginas, con el temor de que me descubras. No me atrevo a distraerte, ni a alterar esa imagen perfecta: tú y tu libro, tu libro y tú. Miro cómo tus manos sostienen y acarician las páginas, y en represalia silenciosa, dirijo toda mi atención a la novela. El resto de la gente nos supone presas de la arrogancia, de una falsa intelectualidad. Sin conocer tus razones, sueño con que sean como las mías, más producto de la pasión que produce la lectura, que de las banales suposiciones de los demás.

Llevamos quince días de trabajo intenso, hemos cruzado unas cuantas palabras, y siempre me cautiva tu sonrisa tímida, tus ojos inmensos y tu conversación escasa y precisa. Sigo perdiendo la respiración cuando compartimos el ascensor, situación frecuente gracias a que somos huéspedes del mismo piso. Me sorprende descubrir que, a pesar de la distracción que me impone tu presencia, el trabajo conjunto es productivo. Tu paciencia y claridad al explicar los conceptos que me son nuevos, se equiparan a mi atención y perseverancia para comprenderlos y ponerlos en práctica. Tus frecuentes silencios dejaron hace tiempo de serme incómodos. Al contrario, son un descanso necesario ante la cada día más molesta costumbre del resto del mundo de conversar sin comunicarse, de hablar por hablar.
Mañana terminamos el proyecto. Estamos de nuevo en el vestíbulo, yo me quedo un día más; tú partes en unos minutos hacia el lugar del que te vi llegar hace un mes. Te observo una última vez detrás de tu andar cansado, el cabello recogido y las gafas caídas, y recuerdo...

     Entonces, ¿me prestas el libro? me comentas en el ascensor.
     Si me acompañas, te lo doy ahora mismo te contesto con sorpresa. Tu silencio es un “sí” manifiesto, producto de esa economía tan tuya al conversar. Te siento un par de pasos detrás de mí. Entro en mi habitación, dejo la puerta abierta con el corazón en suspenso, imaginando en segundos que te tengo entre mis brazos. Sin embargo, con la última gota de desilusión que me queda, noto que sigues de pie en el umbral. Me apuro, tomo el libro y, volviendo sobre mis pasos, te alcanzo en la entrada y te lo entrego.
     De verdad está buenísimo, te va a encantar. Un poco difícil el inglés, pero haz como yo, sáltate lo complicado parloteo víctima de la excitación. Me acerco un poco más, mientras tú tomas el libro y mi mano, al tiempo que nuestros labios se tocan, casi sin querer, como por accidente.
     ¿Me quedo? susurras en mi oído.
     Sí, por favor”, pienso enseguida, sin saber a ciencia cierta si logré articular palabra. Entonces, el deseo contenido de tantos días, tantos instantes, me inunda. Tu sonrisa tímida se transforma en una dulce y salvaje fuente de sensaciones. Tus manos diestras acarician mi cuerpo con una precisión y una calidez que me pierde, que me enloquece. Desato tu cabello y sumerjo mis dedos en la cascada castaña que tantas veces anhelé. Sin decir palabra nos contamos la vida, mientras nos leemos la piel. Compartimos un silencio que sólo se interrumpe con el crujir de las sábanas y el ritmo de nuestra respiración en sincronía. Vivimos en la última de las noches la intensidad acumulada de cuatro semanas, impulsados por una vitalidad surrealista. A media luz, nuestros sentidos se intensifican en el clímax, una y otra vez; hasta que los rayos del sol interrumpen nuestro silencio. La realidad del encuentro ha superado la fantasía de mis noches desiertas.

Estamos en el vestíbulo cansados y satisfechos, discutiendo con el grupo la ruta del día. Aparentemente, de un mes para acá, nada ha cambiado; detrás de tu andar cansado, el cabello recogido y las gafas caídas, percibo algo que acelera mi pulso, pero ya no miro hacia otro lado. Esta vez, de manera imperceptible para los demás, contemplo tus ojos inmensos, tus manos diestras y tímidamente sonreímos.

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