Debo reconocer que yo aprendí
biología el día que comprendí el concepto de selección natural.
Tenía 26 años y mi formación estaba dominada por la ingeniería,
el álgebra, la lógica y la computación. Algo había aprendido
sobre las ciencias de la vida durante mi educación, formal y no.
Sobre Darwin y los conceptos de evolución y selección natural, mi
mejor maestro en la infancia y adolescencia fue Cantinflas, que, en
sus cápsulas animadas del “Cantinflashow”, nos ilustraba desde
la televisión sobre nuestro parentesco biológico con los monos.
Quienes usamos lentes, recordamos
perfectamente la sensación de usar la graduación correcta por
primera vez; los colores son más vivos, las imágenes más nítidas,
los detalles se aprecian y donde había una mancha aparece una flor,
o una cara conocida. Lo mismo sucede en términos conceptuales cuando
el concepto de selección natural se entiende en la maravilla de su
sencillez y la contundencia de su impacto, la vida cambia. No puedes
volver a ver una flor, un pavorreal, una jirafa o una enfermedad sin
maravillarte ante la elegante simpleza del mecanismo evolutivo.
Incluso, el concepto es tan poderoso que se aplica a temas de
conducta y comportamiento animal.
En general, entendemos que las
especies evolucionan gracias a variaciones al azar que se dan en cada
individuo, generación tras generación. Cuando esas variaciones
afectan su capacidad de reproducción, para bien o para mal, se marca
un hito en la evolución de esa especie en particular. Si, por
ejemplo, la nueva característica heredada lo hace más visible para
sus predadores o más lento, ese individuo tendrá menos
oportunidades de reproducirse, menos descendientes y por lo tanto
será una avenida trunca en el camino evolutivo de su especie. Por
otro lado, si la nueva característica mejora sus posibilidades de
supervivencia (porque pueda alimentarse mejor, corra más rápido
ajeándose de los predadores o viva más años), entonces tendrá más
probabilidades de reproducirse exitosamente, sus descendientes podrán
heredar la característica y, así, ésta se introduce en el acervo
genético de su especie.
Esto quiere decir que a las jirafas
no les creció el cuello para comer de los árboles más altos; todo
lo contrario. Las jirafas pueden comer de árboles más altos porque
tienen el cuello más largo. La evolución no conoce la palabra
“para”; simplemente los organismos que hoy poblamos la tierra
somos los que hemos heredado las características que nos permiten
sobrevivir mejor a nuestro entorno. Esto es así, tanto para la abeja
que danza sobre nuestra naranjada en el jardín, como para nosotros.
Todos somos fruto del extraordinario mecanismo de la selección
natural. ¡Fascinante! ¿Verdad?
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